martes, 29 de octubre de 2013

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La chica, la bici y la luna

Había conseguido llegar a donde yo quería. Desde hacía mucho tiempo lo había estado buscando, pero no conseguía encontrar la manera de entrar, pero, al fin, ahí había estado, justo donde me habían dicho que la encontraría.
Todo empezó hace ya mucho tiempo, demasiado tiempo……………
Una mañana, me dirigí a ver una exposición de pintura en una pequeña galería de Arte que habían abierto hacía poco en la zona. En principio, yo no era un entendido en materia de arte pero me gustaba apreciar las formas, las composiciones y la manera que los creadores tienen de percibir el mundo. Así que me dije, me voy a acercar a ver que ponen, así que allí fui. Llame a una amiga y quedamos en vernos en la entrada de la galería. Cuando llegué mi amiga estaba esperándome, entramos.
En la galería había unas cuantas personas ya, curioseando y apreciando algunas de las obras que colgaban de las paredes. Cogimos un folleto que nos entregaban a la entrada y estuvimos hojeándolo antes de entrar;  por lo que pudimos apreciar en él, el autor dejaba patente su pasión por los paisajes abiertos y casi misteriosos, un poco a la manera de G. D. Friedrich. Yo me quedé sorprendido por la biografía del artista, y de su larga y dilatada carrera. Empezamos a recorrer la exposición, francamente las primeras obras no me decían nada en particular, eran meras marinas sin ningún tipo de particularidad salvo que estaban pintadas con una luz de luna, de luna llena, y esa luz se reflejaba en el agua, en un agua oscura, profunda y misteriosa. Según íbamos recorriendo la sala, la luz poco a poco se iba como apagando o por lo menos a mi me lo parecía, mientras que de los cuadros empezaba a surgir una luminosa y azulada luz interior, la atmósfera de la sala empezaba a tornarse fresca como si estuviéramos dentro de los cuadros y la brisa del mar acariciara nuestra piel, podíamos apreciar el sonido de las olas rompiendo en los cercanos acantilados y el murmullo del agua deslizándose por la arena de la playa. Hasta que llegamos a una obra misteriosa y mágica a la vez, en ella se podía ver a una chica de espaldas, desnuda, con una larga y negra cabellera al lado de una bicicleta blanca, mirando fijamente al profundo y misterioso mar, en el momento en el que salía una deslumbrante y luminosa luna llena.
Mire el catalogo de precios y vi que no estaba marcada por ningún lado. Terminamos la visita a la exposición y nos fuimos a tomar algo.
Al día siguiente conseguí encontrar un hueco en el trabajo y bajé de nuevo a la galería, pues me había quedado prendado de la pintura de la chica, la bici y la luna. Al llegar a la galería vi que estaba el autor de las obras y me dirigí a él, estuvo muy amable explicándome un poco su obra y en concreto del cuadro que me interesaba a mí. De él me estuvo diciendo que había sido pintado poco después de que él saliera de un terrible accidente de coche que estuvo a punto de quitarle la vida. Él, cuando estaba en coma llegó a entrar en un paisaje como los retratados y ver a la chica con la bicicleta al borde del agua en una playa larga e infinita, en una noche de luna llena e inconscientemente pintó casi toda la obra que tenía expuesta después de salir del hospital.
Compré la obra y la colgué en el salón de casa. Me pasaba horas mirando aquel cuadro, deseaba entrar en él, deseaba conocer el rostro de la chica de la bici, deseaba sentir la brisa del mar acompañado de esa mujer, pero no sabía cómo, hasta que pasaron los años y llegó el día esperado.

Un día, ya mayor, cruzando la calle me atropelló un coche, estuve en coma durante semanas; días después tuve un sueño, soñé que había estado en una playa, oscura, misteriosa. En él algunas estrellas se podían apreciar en el cielo, En el horizonte se podía vislumbrar un pequeño rayo de luz blanquecina y definiéndose un poco más un pequeño arco luminoso, era la luna que empezaba su ascenso por el cielo, justo enfrente de donde yo estaba en ese momento. Y, de repente ocurrió, de una pequeña abertura en el acantilado salió una chica vestida de blanco, pedaleando sobre una bicicleta blanca, se acercó al agua, dejó la bicicleta, se desnudo, me miró y me indicó que me acercase a ella, me cogió de la mano y juntos nos metimos lentamente en el agua. La luna llena iluminaba nuestros cuerpos hasta que desaparecimos bajo las oscuras y profundas aguas del mar. 

viernes, 25 de octubre de 2013

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El ejecutivo

La estación estaba llena de gente, iban de aquí para allá creando una sensación como de hormigueo o de panal de abejas, todo el mundo de un lado para otro, unos buscando a alguien, otros la mayoría, yendo rápidamente al anden por el cual salía su tren, cargados con sus bultos, sus maletas y demás enseres. La verdad es que no era de extrañar siendo el día que era. Miré en el panel de información la vía por la que salía mi tren. Me dirigí a la vía 10 por la cual salía el Regional con destino a la ciudad de León; subí a mi vagón y me senté en el asiento que correspondía a la cifra que indicaba mi billete, el número 124, saqué el ordenador portátil y me dispuse a leer con tranquilidad las noticias acaecidas en el mundo. Lo siento, todavía no he dicho que era un ejecutivo de una empresa, con una sede en León y con una muy buena proyección en el mercado internacional y me dirigía a solventar “in situ” algunas gestiones en nuestra sede de León. Iba a intentar cerrar un contrato con una firma sueca que venía a instalarse allí y que con nuestra colaboración daría, un, si cabe, mayor impulso al negocio en el que estábamos embarcados. Una asociación que venía bien a ambas partes.
Pero, la verdad, no estaba cómodo, me sentía como vacío realizando este trabajo, no sé, me faltaba algo, pero no sabía qué.
Faltaba poco para salir cuando de repente unas voces me rompieron la concentración de la lectura. Unas cinco personas entraron con seis bicicletas por la puerta que tenía enfrente de mí – y que daba a un espacio diáfano – todas las bicis llevaban alforjas, unas en su parte trasera y delantera, otras sólo en la parte trasera. Me sorprendió que fueran cinco y llevaran seis bicicletas, ¡¡bueno!!, me dije, se encontraran con alguien en otro sitio o alguien se ha quedado en el hall de la estación comprando algo. Se movían con rapidez, había uno que debía ser el que tenía más experiencia en el tema, que daba indicaciones de cómo tenían que quitar los bultos para que las seis bicis se pudieran apilar en una parte del espacio ubicado para ellas, y así tener más hueco para poder estar más cómodos dentro del vagón.
Me quedé observándoles, - ya rota la concentración de la lectura – y pude comprobar que eran tres chicos y dos chicas, tenían los rostros curtidos por el sol y por el aire, y se les veía alegres y distendidos en sus maneras de comportarse. De repente el tren se movió, por fin nos íbamos. Todavía seguían colocando sus equipajes los ciclistas cuando la puerta que daba a la cabina del maquinista se abrió y salió el interventor pidiendo los billetes, les dijo a los ciclistas que adonde se dirigían y que si podían hicieran el favor de colocar mejor las bicicletas para que no obstaculizaran el paso. Ellos retocaron un poco las posiciones de las bicis y se acoplaron en los asientos que había. El interventor ni se fijo en que el número de personas no coincidía con el número de bicicletas, y siguió su rutina habitual de verificar los billetes a los demás pasajeros del tren.
Llevaríamos una hora de viaje más o menos cuando cansado de trabajar con tablas y balances, levanté la vista del portátil y me fijé en los ciclistas, eran cuando menos peculiares, nada parecido a los que veía normalmente por las carreteras o por esos carriles bicis los domingos por la mañana, todos ellos enfundados en sus maillots o culottes. Uno de ellos, el que más cercano se encontraba de mí estaba leyendo un pequeño libro, su rostro estaba concentrado en la lectura; una de las chicas, se quitaba de vez en cuando unas minúsculas gafas, reflexionando y se ponía a escribir algo en un pequeño cuaderno, color sepia y con aspecto de muy usado. Los otros chicos estaban jugando al scrabble en un tablero minúsculo, de estos pequeños, en los que las fichas están imantadas por debajo. Y la chica del fondo miraba ensimismada el paisaje que discurría detrás de los cristales del tren. Me quedé observándola detenidamente, tenía una presencia como de diosa griega, melena recogida en una pequeña trenza por detrás y un semblante sereno y distante, que la hacían distinguida y altiva, de sus ojos claros se desprendía una luz limpia y bella, me pregunté en donde estaría en este momento, en qué o en quien estaría pensando o, quizá, simplemente miraba al horizonte infinito, que se divisaba desde el tren en ese momento. No lo sé, pero me quedé tan embelesado contemplándola que me vi montado sobre una bicicleta y percibiendo el paisaje, los días y la vida de otra manera. Me vi surcando desfiladeros, en los que la luz del sol apenas entraba y por los que corría un río de aguas transparentes y cristalinas, me vi rodeado de árboles, en un bosque impenetrable, me vi despertándome al amanecer de un nuevo día en un valle lleno de color y de luces cuasi mágicas.
…………….

El tren llegó a León y en el asiento 124 alguien dejó un ordenador portátil, una corbata y una chaqueta; por la carretera camino de la reserva nacional de Mampodre se deslizaban seis bicicletas y seis viajeros, pedaleando sin prisas, la luz del sol bañaba sus rostros y la armonía les acompañaba.



martes, 22 de octubre de 2013

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Llovía

Llovía, las pequeñas gotas de agua se deslizaban lentamente por el cristal de la ventana,
y como un rítmico tic-tac de un reloj se dejaban oír en el canalón creando una hipnótica atmósfera. Detrás de los cristales, dejándose llevar por ese constante sonido, la mirada gastada de Cristóbal se perdía en la nostalgia del pasado y, en un sueño lejano, inalcanzable; detrás de él, sentada con una tela entre las manos, Soledad cosía, cercana a la lumbre del hogar………..
Apenas habían salido nunca del pueblo, salvo Cristóbal cuando tuvo que hacer el servicio militar, que tuvo que bajar a la ciudad más importante de la región. Ambos habían llevado una vida tranquila aquí en el pueblo, se conocieron en las fiestas, un verano, y a partir de ahí toda la vida sin separarse uno del otro. Cristóbal trabajando en el campo y Soledad cuidando de la casa y de los niños. Alguna vez a Cristóbal se le pasaba por la cabeza que no le había dado a Soledad alguna sorpresa, como por ejemplo, un viaje, pero es que siempre habían tenido mucho trabajo en los campos, con  la casa, con los niños, que les impedía hacer esa escapada, pensada por Cristóbal, además carecían de coche y la verdad es que a Cristóbal nunca se le había ocurrido tener uno, allí en el pueblo se vivía bien sin esos trastos.
En todo esto pensaba, mientras miraba a través de los cristales, como la lluvia caía mansamente mojando los prados, ahora, de un verde más intenso que de costumbre; el campo estaba bonito así, mojado y desde la ventana se podía apreciar el centenario bosque de castaños que ya empezaban a colorearse, tomando esos colores calidos que tanto les gustaban a ambos, cuando la lluvia diera descanso y llegaran días en los que los rayos de sol calentaran la tierra y los campos, irían al bosque a coger castañas para después comérselas al calor de la leña. Lo que más le gustaba a Soledad no era el hecho mismo de ir a por castañas, sino andar, sentir, oler el bosque húmedo y como la hojarasca se enredaba bajo sus zapatos de madera, con ese sonido tan particular. Ella siempre encontraba un pequeño hueco en las labores diarias para salir a dar pequeños paseos por él, ahora eran cada vez más cortos, porque las piernas no eran las de antes y porque ahora iba con Cristóbal y de vez en cuando se paraban a contemplarlo callados, silenciosos, escuchando los infinitos cantos de los pájaros del bosque, al lado del arroyo que bajaba de la montaña, una montaña que presidía el valle como si fuera una poderosa ave rapaz, abriendo sus extraordinarias alas y abrazando el valle, al pueblo y al bosque.
La tarde transcurría en paz; en el horizonte, el cielo grisáceo empezaba a dejar ver pequeños claros de color azul, que empezaban a dejar entrar incipientes rayos de sol que iluminaban el bosque, creando pequeñas volutas de vapor, que ascendían al cielo, creando una sensación de pequeños incendios entre los centenarios castaños. Poco a poco los rayos del sol fueron invadiendo el valle y la luz empezaba a llenarlo todo, cuando Cristóbal vio venir a lo lejos, por la carretera dos siluetas, un poco más tarde percibió con más claridad que se trataba de dos personas, dos ciclistas que iban cubiertos con chubasqueros y cargados de alforjas. Apenas se les podían ver los rostros pues los cubría una capucha. Se pararon justo debajo de la ventana donde Cristóbal les observaba.
Despacio, bajaron de sus bicicletas y se empezaron a quitar los chubasqueros, entonces Cristóbal advirtió que eran una mujer y un hombre, pero cual no sería su sorpresa cuando los dos ciclistas levantaron sus rostros hacía donde él estaba: eran él, Cristóbal y Soledad quienes estaban allí, riéndose, mirándole, con las caras empapadas por la lluvia, pero felices, al lado de unas voluminosas bicicletas…………….

Llovía, y las gotas caían repetidamente en el canalón, creando una hipnótica atmósfera. Detrás de los cristales Cristóbal se perdía en un sueño y Soledad le acompañaba.

sábado, 19 de octubre de 2013

lunes, 14 de octubre de 2013

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Una escapada otoñal en el Alto Tajo

Bancos de niebla al amanecer en el Alto Tajo,
seis bicicletas siguiendo hilos de agua,
oro en los álamos, rojo en los arces, verde en los pinos,
palabras, diálogos, calma,
corcheas en el cielo, música del aire,
el bosque, el silencio, la luz,
los pinchazos, las sonrisas, el atardecer,
bramidos en la profundidad del bosque, en la noche estrellada.
Desayunos luminosos, el bosque,
perro aristocrático encima de una mesa,
aguas cristalinas del color de la belleza,
seis miradas posándose en una laguna,
comida casera, ovejas, subida, subida, subida,
la luz se va,
pequeñas luciérnagas deslizándose sobre una bicicletas bajo el crepúsculo

y, unas pocas palabras escondidas en el recuerdo.

viernes, 11 de octubre de 2013

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Texto inspirado en el poema “Cuando seas vieja”
(When you are old), de W.B.Yeats


Delante el fuego

Allí estabas, sentada delante del fuego, escuchando el crujido de los leños al partirse, mientras las llamas ascendían sinuosas y envolventes, y tu mirada se perdía en esa luz.
En la calle las farolas iluminaban las pequeñas callejuelas mientras caía mansamente la nieve, cubriéndolas de un incipiente manto blanco, como el color que también cubría desde hace años tu larga cabellera, recogida como de joven, en una pequeña trenza, dándote ese aspecto de diosa griega que siempre habías tenido. A tu lado, en una pequeña mesa de madera oscura se amontonaban cartas, postales, fotografías, recuerdos de un pasado lejano. En tus manos, tenias un pequeño diario que lentamente leías, mientras el fuego se reflejaba en tus ojos claros y tu mirada se perdía en los recuerdos.
En aquellas páginas veías a una mujer joven que un día había decidido romper con la rutina de una vida demasiado cómoda, y que ansiaba descubrir  aprehender el mundo que la rodeaba. Que un buen día cogió una bicicleta y decidió ser una nómada, una errante sobre dos ruedas; en las alforjas colocaste las pocas cosas que de verdad necesitabas, entre ellas las más importantes: ilusiones, anhelos, esperanzas y el alma abierta de par en par. Por un momento, cerraste el diario para mirar las llamas y, allí, ante el fuego de los recuerdos, volviste a ver aquel día en que te despediste de familia y amigos.
Y, ante ti, se abrió un mundo desconocido del que tú querías formar parte. Deseabas aprender, conocer, amar, vivir. El viaje te llevó por caminos inimaginables, conociste costumbre, ritos, religiones, saberes; amabas la libertad que te daba el hecho de levantarte cada día en un lugar nuevo. Empezabas a darte cuenta de lo hermoso que era ir donde tu instinto te llevará, aunque para ello tuvieras que pedalear, pero eso no te molestaba porque eras tú, con tus músculos, con tu cuerpo la que se desplazaba al ritmo que tú querías. La soledad no te molestaba, porque quizá tampoco era totalmente absoluta, y en el camino siempre había alguien con el que compartir un poco de tiempo.
Aprendiste del viento, de la lluvia, de los bosques, del olor de las hojas verdes y de las hojas secas. Pedaleando supiste de sueños, de ambiciones, de alegrías, pero también de miedos, de tristezas y de desesperanzas. Así poco a poco, a tu alma fue llegando un poso de sabiduría y de serenidad.
En la mesa, tenías varias fotografías de los diferentes lugares por los que habías pasado, cada una de ellas te contaba una historia diferente; mirabas la de aquella calle, en una ciudad de la India y te llegaban perfumes, voces, gritos, luces, sonidos; cogías la de  aquella mujer con su hijo en la espalda y te llegaban sonrisas y colores llamativos; veías la de aquel lago, color esmeralda y te venían sonidos del bosque y vuelos de aves poderosas; mirabas la de aquel enorme animal al lado de tu bicicleta y pensabas en su mirada bonachona y sabia. Mas cogiste una, que te sumergió en la tristeza, en tus ojos se dejaba vislumbrar cierta nostalgia por aquel hombre que estaba contigo, junto a una pequeña cabaña de madera; aquel hombre que como tú, amaba el aire libre, el viento en el rostro, los olores del bosque al amanecer y las luces de las montañas; la nieve, el mar, el cielo y la tierra. Ese nómada con el que fuiste a lugares en los que la música la ponían vuestras risas y vuestros susurros, con el que compartiste tus silencios y tu soledad; aquel ser que te llevó hacía horizontes abiertos, tan abiertos como vuestros corazones errantes, juntos atravesasteis bosques, desiertos, selvas; pedaleabais sin destino, sabiendo, quizá, que el destino ya estaba en la mirada de uno hacía el otro.
Aquel que te dio miradas, besos, risas, abrazos, y buenas luces. Aquel nómada que arraigo en tu corazón nómada.
Ahora a tus oídos llegaba el eco de su voz, y en tu rostro se iba deslizando lentamente una lágrima, por aquel, que amó en ti tu alma peregrina y también amo las penas que nublaron algunas veces tu rostro.

La nieve seguía cayendo suavemente sobre las pequeñas callejuelas, mientras, al calor del fuego, recostada en el sofá, con una fotografía entre las manos y tu vida pasando por tus ojos, recordabas como un día aquel amor se fue, partiendo, como el aire, leve, etéreo, hacía lugares en los que tú no podías acompañarle, escondiéndose, quizá, detrás de alguna estrella. 

lunes, 7 de octubre de 2013