Había quedado con Pierre a media tarde para ir a unas conferencias sobre personas que habían realizado viajes en bicicleta alrededor del mundo, la cita era en un pueblo cercano a la sierra, en el salón de actos de un instituto. Como Pierre no tenía coche me convenció para que fuéramos juntos en mi destartalado, viejo, pero práctico, “cuatrolatas”, y de paso me presentaba a otras personas relacionadas con el mundo de la bicicleta y de los viajes en bici.
Hacía tiempo que no organizaba rutas para una asociación y estaba un poco desvinculado de ciertos temas relacionados con los viajes con alforjas. Los limites impuestos por la empresa de ferrocarriles del país a la implantación de accesibilidad para las bicicletas y de espacios diáfanos en sus trenes habían hecho que mi interés por organizar rutas para muchas personas se hubiera volatilizado, hubiera desparecido, como si un tsunami hubiera arrasado mi capacidad y voluntad para hacerlo.
Era una tarde fría y desapacible de mediados de invierno del 2013, había quedado con Pierre al lado de la estación, cercana a mi vivienda, la luz de la tarde estaba tamizada por pequeñas nubes que envolvían la pequeña ciudad en los extraradios de la gran ciudad donde vivíamos los dos.
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Eran los años 90 del siglo pasado cuando decidí salir de la metrópoli donde nací y vivir alejado del mundanal ruido, de ese monstruo que se había convertido la ciudad, aunque he de decir que toda mi vida la pasé en un barrio-isla donde imperaban los árboles y la vegetación y el fragor y el estruendo del tráfico y las multitudes no llegaban hasta allí, el barrio conocido por su dehesa históricamente llamada dehesa de Amaniel era un oasis dentro de la ciudad. Allí empecé a valorar la Naturaleza, los árboles, la vegetación, los pequeños pájaros que en ese bosque de pinos vivían y que me rodeaba día tras día, aprendiendo y respetando el entorno y el medio ambiente.
Me acuerdo que cuando llegué a mi nuevo hábitat, lo primero que percibí era amplitud de distancias y silencio en sus calles, ausencia de tráfico y de coches aparcados en sus calles, un aire un poco desangelado, pero, ¡claro!, viniendo de donde venía era hasta cierto punto lógica esa sensación.
Enfrascado, en mis primeros trabajos de acondicionamiento de la vivienda que había adquirido, iban pasando los días, yendo al trabajo y realizando algunos viajes en bici, descubriendo e intentando conocer el entorno y los paisajes que rodeaban la ciudad que había elegido para vivir fue pasando el tiempo; un día que regresaba de recorrer en bicicleta una zona que rodeaba un soto privado, mis ojos se clavaron literalmente en otros ojos, estos de un azul eléctrico, casi tan eléctrico como la corriente que me entro al instante. ¡¡Uff!!, pensé para mis adentros, que belleza de paisaje. La chica vestía para colmo de casualidades un vaporoso vestido azul y se encontraba como esperando a alguien.
Pasó tiempo de esta escena y habiéndome olvidado casi por completo de esos preciosos paisajes que había visto en esos ojos azules, una mañana, de las que salía a entrenar por un secarral al que llamaban en aquellos tiempos parque central dio la casualidad que me volví a topar con la chica de los ojos azules, pero esta vez iba andando con un perro negro a su lado, tranquila y relajada, escondida bajo unas grandes gafas de sol que impedían apreciar aquellos bellos paisajes. Fugaz visión que tardó en volver tiempo después, pero esta vez cuando me encontraba sentado y recostado a la sombra de una encina; había comprado el periódico como solía hacer cada domingo, cuando levanté la vista del papel y observé que a lo lejos venía como flotando una chica, con una diadema en el pelo, con un correr grácil, etéreo, sin esfuerzo aparente, me fijé cuando estaba más cerca y pudo comprobar que era ella, la de los bellos y azules paisajes en sus ojos,… y así, despacio, lentamente, con un trote atlético de otro mundo, desapareció.
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Llegamos con tiempo, aparqué el cuatrolatas y nos acercamos a la entrada del Instituto, allí Pierre empezó a saludar a algunas personas que se encontraban en la entrada y, yo, por casualidad reconocí a un viejo amigo de los tiempos heroicos del movimiento ciclista de los años 80, llamado Javier, nos saludamos con afectuosidad y hablamos de los viejos tiempos mientras iban llegando poco a poco las personas que iban a estar presentes en el acto de presentación de la conferencia; saludando y abrazando fue pasando el tiempo hasta que de pronto al ir a saludar a otro antiguo colega de batallas biciclistas, mis ojos, de nuevo, después de tantos años, se clavaron en unos ojos azules, aquellos mismos paisajes azules de aquella chica, ya no tan joven, que había visto en aquella esquina.
Lo que sucedió tiempo después …
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