Un instante entre las
nubes
Acababa de salir del pueblo enclavado entre los acantilados,
lentamente iba ascendiendo la dura rampa, nadie bajaba, nadie subía. Las
piedras, húmedas como la hierba dejaban sentir la fría noche que se acercaba. A
lo lejos el susurrante sonido de las olas rompiendo en las rocas dejaba
entrever el infinito mar del Norte. Las nubes se pegaban a la tierra, apenas se
podían apreciar los abruptos acantilados que había a mi izquierda, ni la
pequeña masa de árboles de la derecha. Avanzaba con dificultad, el fuerte
viento me impedía progresar en mi camino. Una menuda lluvia empezó a caer, no
podía ver hacía donde me dirigía, a mi alrededor las nubes lo cubrían todo; estaba
sumergido en el reino de las tinieblas, donde ni las sombras existen, ni la luz
del día se atreve a penetrar.
Lentamente algunas gotas de lluvia se deslizaban por mi
rostro. Avanzaba poco a poco, tenía la extraña sensación de que el tiempo no
transcurría, me sentía como una piedra, fijo, inmóvil, quieto.
La espesa niebla no me dejaba ver ni el manillar de la
bicicleta, me encontraba empapado. El silencio flotaba sobre mí, sólo la
lluvia, golpeándome en el cuerpo provocaba un ligero sonido. Más allá, el
viento soplaba en los acantilados y el mar rompía contra la tierra, como si de
un ritual mágico y eterno se tratara.
Al poco tiempo vislumbre entre las espesas nubes formas
etéreas, formas que se movían entre los nebulosos árboles. No podía oír nada,
salvo el viento, y cuando la nube de agua se fue alejando pude distinguir de
entre las sombras la silueta del animal que se encontraba pastando ajeno a la
lluvia, a las tinieblas, a todo.
Poco apoco iba subiendo la dura pendiente. Oía el mar
rompiendo en los acantilados y el viento tronando en las oscuras cuevas al lado
de los arrecifes. Me preguntaba ¿Cuándo llegaría a la cima, al collado, y
dejaré estas tinieblas insondables?,
pero no tenía contestación. Subía y subía, pero no llegaba a vislumbrar el
final de la carretera y el viento me impedía subirme a la bicicleta. Mi mente
comenzaba a ver, en cada trozo de roca formas de seres fantásticos, irreales,
algunos me saludaban, otros hablaban entre ellos. La música del vasto océano me
llegaba difusa, como si las nubes fuesen el filtro del mundo del sonido.
A mi mente llegaban voces del pasado, pero donde estaba no
existía ni el pasado, ni el futuro, sólo existía el ahora, la gota deslizándose
por mi pie, el pie avanzando un paso, el aliento vital saliendo de mi boca.
Lo recorrido no se veía: la curva que había dejado atrás, el
animal pastando, nada, todo era gris, aplastantemente gris. De repente el
camino se inclinaba un poco hacia delante, a mi derecha unas vallas de madera y
un cartel. Me incorporé sobre la bicicleta, empuje el pedal izquierdo hacia
abajo y la bicicleta empezó a moverse. Sin ninguna pedalada más tomo velocidad,
iba a salir de las tinieblas, del reino de la oscuridad insondable.
Poco después, con la vista hacía las montañas, contemple el
maravilloso espectáculo de las nubes ceñidas a la cima de las cumbres, las nubes
formaban un solo cuerpo con ellas. ¿Habría estado allí?, en el horizonte se
dejaba ver el mar del Norte y la ría, un poco más cerca el pequeño entramado de
tejados que daba paso a un bello pueblo pesquero.