domingo, 20 de abril de 2014

texto

Olores, aromas, viajes del tiempo

La calle estaba tranquila, sólo se oía el melodioso trino de los pájaros; la leve brisa mecía las primeras hojas de primavera de los árboles; caminaba sin rumbo deleitándome con la luz de la recién estrenada estación. En el horizonte, el valle y las montañas dejaban apreciar la belleza de la comarca; el bosque, casi se abrazaba con el pueblo como protegiéndolo de los vientos del norte; había recorrido un buen trecho del viaje y acababa de llegar a este pequeño pueblo donde me disponía a comer algo y descansar;
Al poco de atravesar la plaza, a mi olfato le llegaron, unas gratas y desconcertantes sensaciones, me creí inmediatamente transportado al pasado, a aquel pequeño cobertizo donde mi abuelo almacenaba viejos aperos, herramientas, tablas de madera, mil y un artilugios de vete a saber qué uso, pero que tenía un olor especial, una mezcla de madera almacenada, esparto y abono, un olor hecho de tiempo; me vi arrastrado a aquellos días donde mi abuelo intentaba arreglar aquella vieja y oxidada bicicleta negra, para que yo, su nieto, pudiera empezar a saborear mis primeros riesgos, mis primeras inseguridades y, también, con ello, mis primeras alegrías por vencer esos descomunales retos. El aroma de aquel tiempo pasado me llevo a volver a ver el rostro ajado y curtido de mi abuelo, que con su vieja boina y aquellos pantalones de pana sujetos con aquel viejo y cuarteado cinturón de cuero iba de aquí para allá trasteando y volviendo a dar vida a aquel tremendo armatoste de bicicleta, tal armatoste era, que yo no llegaba a sentarme, iba casi siempre dando pedales de pie y, al frenar tiraba como de unas varillas que hacían mover unas viejas y anquilosadas zapatas de cuero produciendo un chirriante y molesto sonido; hasta los gatos salían como rayos cuando me veían venir.
¡¡Que tiempos aquellos!!, cuando mi abuela, toda de negro y con un pequeño moño recogiendo su pelo encanecido, encorvada ya por los años, nos miraba con sus límpidos ojos azules y nos dejaba sobre la mesa de la cocina aquellas magdalenas recién sacadas del horno, de las cuales dábamos rápida cuenta, mis hermanas y yo.
La vieja casa de piedra, con su pequeño porche, donde en las noches de verano nos quedábamos embobados y en silencio observando el cielo y, maravillándonos de aquella enorme estela de infinitos puntos de luz; más tarde, supimos, pasados los años, que esa enorme estela tenía un nombre: la vía Láctea.
Todos estos recuerdos me vienen ahora, en este momento, me los trae la dulce brisa de esta primavera, en este pequeño pueblo. Es, como si ella me envolviera y me transportara a aquel tiempo, ya remoto.

Viajar con lo intangible, viajar con lo etéreo,…………… quizá también sea viajar.

miércoles, 9 de abril de 2014

paisaje bicigeométrico

Paisaje bicigeométrico 10