La calle estaba tranquila, sólo se oía el melodioso trino de
los pájaros; la leve brisa mecía las primeras hojas de primavera de los árboles;
caminaba sin rumbo deleitándome con la luz de la recién estrenada estación. En
el horizonte, el valle y las montañas dejaban apreciar la belleza de la
comarca; el bosque, casi se abrazaba con el pueblo como protegiéndolo de los
vientos del norte; había recorrido un buen trecho del viaje y acababa de llegar
a este pequeño pueblo donde me disponía a comer algo y descansar;
Al poco de atravesar la plaza, a mi olfato le llegaron, unas
gratas y desconcertantes sensaciones, me creí inmediatamente transportado al
pasado, a aquel pequeño cobertizo donde mi abuelo almacenaba viejos aperos, herramientas,
tablas de madera, mil y un artilugios de vete a saber qué uso, pero que tenía
un olor especial, una mezcla de madera almacenada, esparto y abono, un olor
hecho de tiempo; me vi arrastrado a aquellos días donde mi abuelo intentaba
arreglar aquella vieja y oxidada bicicleta negra, para que yo, su nieto,
pudiera empezar a saborear mis primeros riesgos, mis primeras inseguridades y,
también, con ello, mis primeras alegrías por vencer esos descomunales retos. El
aroma de aquel tiempo pasado me llevo a volver a ver el rostro ajado y curtido
de mi abuelo, que con su vieja boina y aquellos pantalones de pana sujetos con
aquel viejo y cuarteado cinturón de cuero iba de aquí para allá trasteando y
volviendo a dar vida a aquel tremendo armatoste de bicicleta, tal armatoste
era, que yo no llegaba a sentarme, iba casi siempre dando pedales de pie y, al
frenar tiraba como de unas varillas que hacían mover unas viejas y anquilosadas
zapatas de cuero produciendo un chirriante y molesto sonido; hasta los gatos salían
como rayos cuando me veían venir.
¡¡Que tiempos aquellos!!, cuando mi abuela, toda de negro y
con un pequeño moño recogiendo su pelo encanecido, encorvada ya por los años,
nos miraba con sus límpidos ojos azules y nos dejaba sobre la mesa de la cocina
aquellas magdalenas recién sacadas del horno, de las cuales dábamos rápida
cuenta, mis hermanas y yo.
La vieja casa de piedra, con su pequeño porche, donde en las
noches de verano nos quedábamos embobados y en silencio observando el cielo y,
maravillándonos de aquella enorme estela de infinitos puntos de luz; más tarde,
supimos, pasados los años, que esa enorme estela tenía un nombre: la vía
Láctea.
Todos estos recuerdos me vienen ahora, en este momento, me
los trae la dulce brisa de esta primavera, en este pequeño pueblo. Es, como si
ella me envolviera y me transportara a aquel tiempo, ya remoto.
Viajar con lo intangible, viajar con lo etéreo,…………… quizá
también sea viajar.
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