martes, 21 de agosto de 2012

dibujos

Palacio de Cristal del Retiro (Madrid)






Vista del Palacio Real de Madrid,
desde C/ Rebeque.

domingo, 19 de agosto de 2012

textos

En el silencio del bosque


Respiro. En el aire húmedo, mi aliento surge como veladuras etéreas.

Camino, dejándome llevar por la senda apenas esbozada, a mi alrededor helechos y troncos salpicados de musgo, más arriba, las frondosas copas de los viejos árboles cubren y tamizan los rayos de luz. Mis pasos se sumergen en ecos de un pasado ya olvidado, en un mundo lleno de ruidos y sonidos ya lejanos en el tiempo, el viento del bosque me trae voces, aquellas voces que un día escuche. Aquí y ahora, me siento protegido entre los árboles, entre estos majestuosos seres del tiempo y de la luz.
Mis compañeros de viaje duermen en las tiendas, llegamos ayer con nuestras bicicletas al caer la tarde, cuando todos los pájaros salieron a nuestro encuentro para saludarnos con sus infinitos cantos, fue en ese momento cuando el bosque se lleno de música, de un autentico concierto de la Naturaleza, de una armonía y belleza difícil de igualar, pero, ahora, en éste amanecer, todo esta quieto, - salvo la luz que se desliza entrando por entre las hojas-, todo esta aguardando el despertar del día.
Sólo, el suave murmullo del arroyo lejano, quiebra el silencio del bosque. El constante y continuo fluir del agua mitiga la tensión de mi alma, que se empecina en volver recordar aquellos días llenos de tonos grises y oscuros que una vez viví.
Fue un día a comienzos del mes de marzo cuando aquello ocurrió, vidas destrozadas, luces apagadas, también ese día hubo silencio, pero un silencio lleno de muerte y destrucción, un silencio que presagiaba un amanecer diferente, no de luz, sino de oscuridad y tristeza. El cielo dejo caer lagrimas de tristeza sobre las calles de Madrid aquel día y, todo parecía muerto, espantosamente muerto.
Respiro. Lentamente se iluminan las cimas de las montañas que nos rodean y la luz va ganando terreno, sobre las hojas de los árboles brillan minúsculas gotas de roció y, de repente, en el silencio del bosque, el dulce canto de un mirlo, rompe con su melodiosa música el amanecer, la mañana surge, se abre, como si fuera la primera mañana en este mundo.
Todas aquellas imágenes del pasado se borran de repente al contemplar la maravilla del renacer de la luz y de los sonidos del bosque.

....................................

Mis compañeros ya se desperezan en los sacos y les saludan los infinitos cantos de los pájaros del bosque,......................... toda la vida es ahora.

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¿Qué sientes cuando vas en bici?

(Relato imaginado al cien por cien, no real, ni personal,........... cosas de la imaginación)

Algunas veces, ante ciertas preguntas te vienen a la memoria circunstancias muy concretas que te han sucedido o les han sucedido a otras personas, cosas como lo que voy a tratar de narrar sucedió, no ha mucho, en un lugar de cuyo nombre sí quiero acordarme, Madrid.
Andaba yo en bicicleta después de haberme echado entre pecho y espalda un pedazo cocido madrileño, de esos que no se los salta un gitano, con sus garbanzos, su tocino, sus huesos de caña para el caldito, su patata, su repollo, su choricito, en fin pa qué os voy a contar.
Era un tórrido día de primeros de verano, de esos de 37 grados centígrados a la sombra del tendido del 7, cuando cogí la bicicleta camino del trabajo; andaba yo jugando con los cambios para coger la pequeña subida de la calle San Bernardo, cuando sentí una pequeña agitación a la altura del ombligo, no sé como definirla, el caso es que me produjo una sensación de aviso previo a algo más importante, que no llegaba a vislumbrar, pero que deje correr, así, seguí subiendo hasta llegar a enfilar dirección Glorieta de Bilbao, en esto, que me viene como una especie de síntoma, como una pequeña sensación de “Efecto Ventouri”, propiciado, achaque, a la despampanante comida que minutos antes había saboreado, a todo esto cambiando al plato grande y a un piñón más pequeño para permitirme ir más fluido antes de llegar a Alonso Martínez y acometer la bajada a Colón.
De repente, tengo la seguridad completa que estoy como hinchado y que el continuo movimiento de rodillas, caderas e intestinos me producen una estimulación que no sé donde me va a llevar, pero, que empiezo a sospechar.
Enfilo la Calle Goya y, un semáforo se me pone rojo, justo en la transversal con Serrano, así, que como siempre suelo hacer, pongo mi pie izquierdo sobre el asfalto e inclino ligeramente la cadera, ¡¡en que hora, “madre”!!, justo cuando estoy frenando, a mi izquierda para un Mercedes, de color azul ultramar, elegante él, de una línea de esas que dicen aerodinámica, de esos descapotables con un tío requetepeinado, de esos con gomina en el pelo y trajeado impecablemente, me mira con gesto despreciativo, de esas miradas que lo dicen todo de ese tipo de individuos, y, yo, que en ese momento giro un poco la cadera y ¡¡Señor!!, ¡¡Señor!!, relaje de tal manera la zona donde la espalda pierde su buen nombre, que estalle en una amalgama de sonidos y olores, que se expandió en un radio de unos dos metros; el semáforo todavía en rojo y el ejecutivo requetepeinado, con gomina en el pelo y traje de Milán, tragándose todo, todo, todo.
El semáforo se puso en verde y yo un poquito más aliviado seguí pedaleando camino del curre, todavía con ciertas sensaciones un poquito molestas, pero, ¡¡Pardiez!! que me sentí en ese momento muy a gusto sobre mi bicicleta.

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El violinista de la calle Princesa


Hace años que había decidido irme de la ciudad, llena de ruidos, coches - demasiados -, contaminación y gentes ansiosas y estresadas andando por sus calles, ahora, bajaba de tarde en tarde, y cada vez más, me parecía, que el cambio que había hecho estaba más que justificado.
En las calles, más coches, más prisas, más ruido, en definitiva, una ciudad más inhabitable.
Aquella tarde había bajado a realizar algunos regalos para mi sobrina y me reencontré andando de nuevo por calles que hacía tiempo que no pasaba, en algunas de ellas ya no existían las tiendas que yo conocía y en otras habían tirado un edificio antiguo y habían hecho un bloque de apartamentos de lujo.
Caminando despacio, fui a dar a la calle Princesa, cercana a lugares donde hace años íbamos los amigos del barrio a entrenar en sus pistas de atletismo o a jugar al tenis colándonos en los colegios mayores, o en épocas mejores, el Alcalde Tierno Galván y con él, casi todo Madrid, celebrábamos las fiestas de San Isidro en el Paseo de Camoes, o bien nos sentábamos a charlar en las terrazas de Rosales, con algún ligue ocasional.
En todo esto pensaba, cuando entre en la calle Princesa dejando a mis espaldas la Casa de las Flores, donde vivió Pablo Neruda, con alguno de sus muchos amigos de la Residencia de Estudiantes.
El trafico era insoportable, los cláxones sonaban sin parar, la gente en un constante trasiego salía y entraba de los grandes almacenes y cruzaba los semáforos, como grandes lotes, como paquetes de personas unidas por un hilo invisible.
De repente me fije, el lugar donde él se ponía, estaba vacío.
Allí, cerca de la cafetería Rodilla, se ponía a tocar por aquellos años, pero ahora no había nadie, y quizá yo percibía aquel hueco como una señal de que los tiempos ya no eran los mismos.
Se trataba de un violinista joven, con melena pelirroja, grandes gafas, que llegaba con su bicicleta azul, la apoyaba en la pared, cercana a la cafetería Rodilla, sacaba de sus alforjas de cuero su violín, su atril y sus partituras, las colocaba y se ponía a tocar.
Aquella estampa del violinista rompía la rutina gris y oxidada de la ciudad, en aquellos años se respiraban cambios, ganas de mejorar y de hacer la ciudad más humana, más de la gente que la habitaba; es cierto que apenas se le oía, pero eso no desilusionaba al violinista, que día a día, iba con su bicicleta, su atril y su violín y se ponía a tocar en la acera de la calle de la Princesa.
Ahora ya no estaba, ese lugar estaba vacío, quizá como vacía esta la esperanza de hacer una ciudad como ésta, más humana, más de la gente, más habitable.
Su presencia con cierto halo romántico creaba esperanzas de una ciudad mejor, donde la música se pudiera escuchar, donde para desplazarse de un lugar a otro de la ciudad no hicieran falta los coches, donde las personas andarán sin prisas por las aceras, y donde siempre, siempre, la música que se escuchara, fuera la de la vida.

Ahora él ya no estaba, ni su bici azul apoyada en la pared, ni su violín, ni su atril,.................... quizá con él se hayan ido las esperanzas.

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La bicicleta gris


Allí estaba otra vez, llevaba cuatro días seguidos viéndola aparcada cerca de la estación, como los días anteriores. Me dirigía como todos los días por esas horas, camino de la rutina, camino del trabajo.
La reconocí de inmediato: gris, con los pulpos verdes en el transportin trasero y las anillas de los pantalones enganchadas en los cables del freno.
Me resultaba raro verla sin su dueña, la última vez que las vi juntas,- a ella y a la dueña- con las alforjas cargadas fue en un viaje por tierras de Extremadura, hacia ya dos años de ello.
A medida que iba andando camino del tren, los recuerdos se me iban agolpando en mi memoria. Y ellos me llevaban a aquel día en el que un amigo nos presento.
Por entonces M., que así se llamaba la dueña de la bicicleta gris, cogía la bici para ir al trabajo pero no con mucha continuidad y quería empezar a viajar y conocer las tierras de su país a lomos de su bicicleta. Nuestro común amigo y yo, la pusimos en contacto con un pequeño grupo de personas que se dedicaban, en su tiempo libre, a viajar en bicicleta. En principio M. tenía algo de miedo por no estar a la altura del grupo, pues ella montaba poco y pensaba que no podría seguir su ritmo, pero rápidamente se dio cuenta de que su miedo era infundado, pues el grupo cuidaba muy mucho de dejar atrás a sus más débiles integrantes, y de vez en cuando paraban, hablaban, se reían con pequeñas anécdotas ocurridas durante el trayecto, con lo cual los viajes se hacían agradables y relajados. M. poco a poco fue cogiendo confianza y empezó a percibir otra forma de moverse por el mundo, y otra forma de conocer gente nueva además de las que ya conocía.
Ahora que ya ha pasado mucho tiempo de esto, sentado en el tren, pienso en los pequeños cambios que pueden tener lugar en la vida de las personas y que la llevan a acercarse a una percepción desconocida en su vida.
Ahora M., - quien me lo iba a decir - no se mueve por su pequeña ciudad sin su bicicleta y recorre países lejanos e incluso comparte sus pedaleos con su pareja, también amante de los horizontes abiertos y de los cielos estrellados del desierto.
Poco a poco desde el interior del tren, el bosque de encinas y alcornoques deja paso a las grandes extensiones abiertas, poco más allá la ciudad, atrás queda la bicicleta gris, atrás queda el pasado.

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El Autobús


En la calle la luz empezaba a desaparecer de los tejados de las casas y el azul del cielo dejaba paso a unos tenues velos rosados, que anunciaban que el dia iba dando paso a la noche. En las aceras, las personas caminaban con prisa, unas haciendo sus últimas compras, otras volviendo veloces del trabajo a casa, para estar con los suyos.
Dentro del café el ruido de cristales, voces y murmullos apagados creaban una atmósfera ideal para perderse en ideas o sentimientos apenas esbozados. Ahí me encontraba, intentando escribir algo. Con la mirada perdida y el bolígrafo despegado del papel miraba la calle, miraba la luz como iba poco a poco perdiendo en intensidad y dando paso a la luz de los viejos faroles, intentando encontrar las palabras justas para describir a aquellas dos personas y lo que les ocurrió o quizá debiera decir, lo que les pudo ocurrir un día en el que yo me encontraba trabajando aquí en esta misma mesa.
Debió de ser hace cosa de un mes, cuando ocurrió.
Yo, como siempre, soy un asiduo a este café, y a esta mesa, y suelo venir como a las 19.30h,y estoy como hasta las 21h. Casi siempre, a las 20h, solía pasar calle abajo una chica en una bicicleta negra. Un día la vi por casualidad, me quede con su porte y su figura y así casi sin querer, llegando las 20h levantaba la vista del papel y miraba a través de los grandes ventanales del café para ver si la veía pasar, con su aire de elegancia y su melena negra al viento. Era hermoso verla romper esa estética de la ciudad con sus coches y sus autobuses. La imaginaba una mujer independiente, con fuerte personalidad y nada abocada a dejarse llevar por la vulgaridad que la rodeaba, ya el mero hecho de moverse en bicicleta lo dejaba claro, en una ciudad como ésta había que tener agallas para lanzarse a las calles y desplazarse por ellas.
Todos los días pasaba también sobre las 20.30 un chaval en bicicleta, pero éste, al contrario que la chica, pasaba en sentido contrario, naturalmente aunque éste rompiera también la estética de la calle, la verdad, no me molestaba mucho en verlo pasar.
Imaginaba un encuentro casual entre ellos dos y como actuarían en ese instante, a lo mejor se conocían ya de algún club de ciclistas urbanos o de verse por las calles de la ciudad y se saludarían. Imaginaba un encuentro, entre romántico y exótico, o quizá unas miradas de aprobación y solidaridad entre colegas. O tal vez por qué no, surgiría un flechazo a simple vista. Qué pasaría. A decir verdad algún día tendría que pasar y eso pasó aquella tarde pero con un inesperado resultado final.
Una tarde que estaba como siempre repasando unas notas, serian en torno a las 20h, cuando ocurrió.
Levante la vista del papel y allí en el semáforo de la esquina estaba parada la chica de la bicicleta, el semáforo se puso en verde y ella como estaba más adelantada que los coches, salió la primera, estaba impresionante con un jersey de muchos colores y unos maillots rojos y la melena recogida hacia atrás. Poco a poco, pedalada a pedalada se acercaba a los ventanales del café, cuando desde el otro punto de la calle pude vislumbrar al chaval que venía como despistado, pedaleando con cierto ritmo, pero como sin esfuerzo, en ese momento pensé ¡¡ ya esta!! Ya va a ocurrir; pero creeréis creer, que en el momento en que los dos se iban a poner en paralelo, entre ellos dos se puso un autobús que impidió que llegaran a verse siquiera.
Después de lo sucedido me puse a pensar en la fugacidad del presente, de la cantidad, de probabilidades que surgen al realizar una acción, sea esta cualquiera que sea, y que por lo tanto cualquier acto realizado tiene una respuesta y esta a su vez otra y así hasta crear una gran tela de araña de actos que configuran nuestra existencia y lo que puede llegar a pasar o no pasar, en un mismo espacio, en el mismo tiempo, o en como se podrían llegar a cruzar las vidas, los sentimientos, si un autobús no se pusiera entre medias en algunos momentos de nuestras vidas.

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El viaje a Arcadia


El otro día me preguntaron por el viaje perfecto. Pensando en ello solo pude pensar en un viaje en bicicleta realizado ya.
Aquel viaje siempre vendrá a mi memoria como un cuadro lleno de luz y equilibrio compositivo, cuya“gama de colores”, de “luces”, de “texturas”, y de “claroscuros” rozo la perfección
Con lentas y suaves pinceladas todas las personas que hicimos ese viaje fuimos creando ese cuadro, cuyo titulo pudiera haber sido: “El viaje a Arcadia”.
En ese cuadro, si lo llegarais a encontrar alguna vez veríais silencios y palabras, veríais cielo azul y lluvia, veríais averías y reparaciones; en ese cuadro, en algún rincón veríais la luz del sol y la luz de la luna llena, observaríais en primer plano susurros de agua y murmullos del bosque, veríais iglesias románicas y tumbas de reyes, podríais llegar a ver pequeños detalles como botellas de vino, cañas de cerveza y paellas en un tren.
Cuando observarais ese cuadro llegaríais a escuchar desde multitud de cantos de pájaros hasta el canto de un mirlo solitario en una noche cuajada de estrellas.
No faltarían en él amaneceres al lado de un río, un panadero trayéndonos el pan, poco después de salir del saco de dormir, un poema recitado al viento del amanecer de Miquel Martí i Pol, pequeños animales del bosque saliendo a nuestro encuentro, majestuosos buitres señalándonos el camino, una viajera que se perdió entre la espesura del bosque y compitió con el viento entre las hojas de los robles, miradas llenas de sensualidad y belleza.
En ese viaje los días fueron igual de intensos que las noches, noches llenas de risas y palabras, de música y de estrellas, de licor de nueces, de hierba, y de dibujos en una servilleta al calor de un bar; noches llenas de reflejos de la luna en las aguas de un río, noches de paseos por una carretera perdida en el tiempo, noches llenas de calma, serenidad y silencios.
Días llenos de luz, de juegos de palabras, de pequeños apeaderos, de iglesias excavadas en piedra, de tumbas de piedra, de fiestas en un pueblo, de cantos gregorianos, de siestas al lado de un arroyo, de horizontes abiertos, de dibujos apenas esbozados, de cadenas que se rompen y de manos que se encuentran.
Si alguna vez alguien me preguntara por ese cuadro, les diría que sigue allí, allí donde lo guardamos cada uno de los que lo hicimos posible, allí, en el mismo lugar donde empezó.