domingo, 19 de agosto de 2012

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El violinista de la calle Princesa


Hace años que había decidido irme de la ciudad, llena de ruidos, coches - demasiados -, contaminación y gentes ansiosas y estresadas andando por sus calles, ahora, bajaba de tarde en tarde, y cada vez más, me parecía, que el cambio que había hecho estaba más que justificado.
En las calles, más coches, más prisas, más ruido, en definitiva, una ciudad más inhabitable.
Aquella tarde había bajado a realizar algunos regalos para mi sobrina y me reencontré andando de nuevo por calles que hacía tiempo que no pasaba, en algunas de ellas ya no existían las tiendas que yo conocía y en otras habían tirado un edificio antiguo y habían hecho un bloque de apartamentos de lujo.
Caminando despacio, fui a dar a la calle Princesa, cercana a lugares donde hace años íbamos los amigos del barrio a entrenar en sus pistas de atletismo o a jugar al tenis colándonos en los colegios mayores, o en épocas mejores, el Alcalde Tierno Galván y con él, casi todo Madrid, celebrábamos las fiestas de San Isidro en el Paseo de Camoes, o bien nos sentábamos a charlar en las terrazas de Rosales, con algún ligue ocasional.
En todo esto pensaba, cuando entre en la calle Princesa dejando a mis espaldas la Casa de las Flores, donde vivió Pablo Neruda, con alguno de sus muchos amigos de la Residencia de Estudiantes.
El trafico era insoportable, los cláxones sonaban sin parar, la gente en un constante trasiego salía y entraba de los grandes almacenes y cruzaba los semáforos, como grandes lotes, como paquetes de personas unidas por un hilo invisible.
De repente me fije, el lugar donde él se ponía, estaba vacío.
Allí, cerca de la cafetería Rodilla, se ponía a tocar por aquellos años, pero ahora no había nadie, y quizá yo percibía aquel hueco como una señal de que los tiempos ya no eran los mismos.
Se trataba de un violinista joven, con melena pelirroja, grandes gafas, que llegaba con su bicicleta azul, la apoyaba en la pared, cercana a la cafetería Rodilla, sacaba de sus alforjas de cuero su violín, su atril y sus partituras, las colocaba y se ponía a tocar.
Aquella estampa del violinista rompía la rutina gris y oxidada de la ciudad, en aquellos años se respiraban cambios, ganas de mejorar y de hacer la ciudad más humana, más de la gente que la habitaba; es cierto que apenas se le oía, pero eso no desilusionaba al violinista, que día a día, iba con su bicicleta, su atril y su violín y se ponía a tocar en la acera de la calle de la Princesa.
Ahora ya no estaba, ese lugar estaba vacío, quizá como vacía esta la esperanza de hacer una ciudad como ésta, más humana, más de la gente, más habitable.
Su presencia con cierto halo romántico creaba esperanzas de una ciudad mejor, donde la música se pudiera escuchar, donde para desplazarse de un lugar a otro de la ciudad no hicieran falta los coches, donde las personas andarán sin prisas por las aceras, y donde siempre, siempre, la música que se escuchara, fuera la de la vida.

Ahora él ya no estaba, ni su bici azul apoyada en la pared, ni su violín, ni su atril,.................... quizá con él se hayan ido las esperanzas.

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