martes, 7 de septiembre de 2021

La belleza del azar




















Las nubes estaban situadas en su sitio, ni un poco más arriba, 

ni un poco más abajo, sus texturas eran perfectas en ese momento, 

la luz del ocaso incidía en el ángulo preciso para acariciar las nubes 

y dejar esos matices rojo-anaranjados espectaculares, era en ese 

preciso momento cuando me encontraba ahí, cogiendo la cámara fotográfica y eligiendo la velocidad de obturación precisa, la 

abertura de diafragma correcta, y el objetivo enfocando al infinito; dispare.

Para que esta fotografía fuera posible tomarla se tuvieron que dar

 una concatenación de hechos verdaderamente sorprendentes e inimaginables para cualquier mente normal, pero que si uno se pone 

a reflexionar sobre ellos verdaderamente son fruto del maravilloso 

tejido que conforma la vida, sus tramas y su urdimbre.

Había decidido recorrer en bicicleta una pequeña zona de los Pirineos, 

un mes de julio de no me acuerdo que año; me dejaba deslizar con la luz, por parajes llenos de bosques, con el murmullo del río siempre a mi lado y alguna que otra subida de algún que otro puerto de montaña cuyos picos presidían majestuosos las laderas y los valles. 

Intentaba dejar atrás, física y psicológicamente la ciudad y, sus 

sinsabores de convivencias y traiciones. Me dije, porqué no volver 

a coger de nuevo aquella vieja bicicleta de carretera y aquellas

 viejas alforjas rojas y salir. 

Salir, sumergirme y rodearme de naturaleza, tener el cielo como techo, bosques en vez de paredes y montañas por ventanas, respirar pureza y 
no contaminación y mierda.

Sentir la libertad de la ausencia del tiempo, parar cuando quisiera y 

volver a avanzar cuando quisiera, sin nadie que controlara mis actos y mis no-actos.

Llenarme de luz y de brisa, deslizarme con ellas y sentirme vivo, plenamente vivo. 

Esa tarde había llegado a la población más grande del valle, gracias 

entre otras cosas a que una amiga me había dicho antes de salir de la ciudad que si pasase por allí la fuera a visitar, que seguro que estaría, pues ella pasaba sus veranos en esa zona y así lo hice, pero antes de encontrarme con ella me encontraba en el parque central de la 

población ajustando los frenos y observando todos los mecanismos de la bicicleta por si alguno fuera a dar problemas en un futuro próximo. 

Cuando de repente me di cuenta, la luz del atardecer dejaba en la bella piedra de la fachada de la catedral un tono entre siena y naranja que le daba un aspecto majestuoso, más del que ya tenía. 

Volví la cabeza para apreciar esa luz y dejarme embriagar por los 

colores y sus bellas gradaciones, fue entonces cuando cogí la cámara y dispare.


Para que esta fotografía fuera posible, yo tenía que estar ahí, con mi cámara fotográfica, ese día y no otro; en el cielo tenían que estar esas nubes y no otras, el viento a cierta altitud tenía que crear ese efecto en

 las nubes, de desplazamiento; los rayos de sol debían incidir en ese ángulo y no otro; seguramente, también era preciso estar en ese mes del año para que ese ángulo solar fuera el preciso para tomar esta fotografía, a lo mejor también era necesario que una amiga me invitase a ir allí, a 

esa localidad y quizá muchas más cosas que jamás imaginaría y que no conseguiré nunca conocer, pero que están detrás de esta fotografía.

La belleza del azar.   


3 comentarios:

  1. ¡Esos momentos pasajeros que se nos vuelven eternos!

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    1. Sí, así es y los que lo han vivido lo saben.
      Gracias Juan.

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  2. Describes un momento íntimo, único y casi mágico. Gracias por escribirlo y compartir.

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