La erótica del barro o, cómo unas bicicletas se convierten en esculturas
Andábamos al atardecer de un día de mayo por tierras cuyo nombre no quiero desvelar - de momento -, cuando, poco a poco, las nubes se iban cerniendo sobre nuestras cabezas de viajeros en bicicleta, el cielo empezó a ponerse oscuro, casi diríase negro, lo que presagiaba sin ningún átomo de duda que nos iba a caer la del pulpo, de qué tipo, tamaño, longitud del pulpo, eso estaba por verse.
Nuestro destino no estaba lejos, pero había que desviarse por una pista entre la umbría del bosque; la pista, en su inicio no presentaba problemas, es más, la estaban ensanchando, supuestamente pensamos, que en un futuro pasarían vehículos de forestales para prevenir incendios. La luz del ocaso, cálida y lejana apenas era un hilo en el horizonte, pues lo negro lo dominaba todo, cuando de repente ocurrió lo que veníamos intuyendo, nos empezaron a caer las primeras gotas sobre nuestras cabezas, al principio la lluvia tenia un comportamiento tímido, como si no quisiera caer sobre nuestras excelsas personas, pero lentamente y sin acritud ninguna se elevo la cantidad de gotas hasta llegar a un autentico aluvión en toda regla, al mismo tiempo y como si de un preludio operístico se tratara, desde la oscuridad del cielo un relámpago ilumino el camino, la pista, y seguidamente el retumbar de un trueno nos hizo estremecer sin ningún tipo de miramientos, la lluvia alcanzo un “crescendo moderatto”, como diría un compositor de música clásica.
Entonces el camino y con él el bosque, poco a poco fueron tornándose nebulosos, pues tal era la lluvia que caía, empapando todo su ser, en algunos tramos se dejaban ver ya charcos que nos hacían desviarnos y zigzaguear para evitarlos, a medida que pasaban los minutos y la distancia recorrida se acrecentaba, la pista se volvía más fangosa, de un barro denso y espeso que lentamente iba penetrando en nuestras ruedas y en nuestros zapatos; al iluminarse los cielos con enormes relámpagos e impactantes truenos, pareciese que nos introdujéramos en un tiempo sin tiempo, en un mundo irreal y fantasmagórico, en el reino del Valhalla o, del Hades, pero sin atravesar el Estigia con Caronte, era el bosque el que nos abducia hacía lo más profundo de su ser, cuyo ser amorfo y viscoso nos intentaba penetrar hasta en lo más profundo del alma y de nuestras bicicletas, ese barro espeso y sanguinolento nos abrazaba cual amante cálida y pasional, ese barro nos excretaba y lamia nuestra piel y el metal de nuestras monturas.
El tiempo se detuvo, recorríamos, lentamente, pesadamente, tramos cuyas arenas intentaban ahogarnos y sustraernos hacía su interior, el ser fangoso y gelatinoso no cejaba en su empeño, nosotros cual titanes, tirábamos de nuestras cabalgaduras de metal para impedir ese asedio; ese ser viscoso crecía alimentado por una lluvia persistente y se hacía cada vez más fuerte en la oscuridad del bosque.
La oscuridad se acrecentaba y la lluvia no dejaba de caer, a lo lejos entre la espesura del bosque se intuía una pequeña luz y unas misteriosas formas de rocas o, farallones colgados del abismo. El cielo no dejaba de iluminarse con relámpagos y la montaña parecía que fuera a romperse en múltiples trozos cuando el trueno estallaba en el vacío. Así, fueron pasando los minutos, tal vez horas, en nuestra psique, nuestras bicicletas se dejaban abrazar por esa viscosidad húmeda y cálida y nosotros cansados y agotados no sabíamos cuanto tiempo iba a durar esa situación,… de repente, la luz que surgía en la distancia lejana se fue haciendo más y más intensa y por lo tanto más cercana, el camino comenzaba a descender y, a la vez dejaba arrastrar pequeños arróyuelos y torrenteras que bajaban pendiente abajo; las bicicletas llenas de ese barro viscoso y denso dejaron de ser bicicletas y pasaron a convertirse en pequeñas formas escultóricas que bien podían haber surgido de las manos de un alfarero.
Al poco tiempo la lluvia empezó a remitir y dejo paso a un misterioso silencio en el bosque húmedo y oscuro, el barro como una segunda piel, como una costra orgánica y matérica, nos acompañó hasta el camping donde hicimos noche.
Al día siguiente conseguimos desprendernos de esa capa viscosa y uniforme que se había adherido a nuestras bicicletas y a nosotros mismos y, un cielo luminoso y limpio nos dio la bienvenida.
Siurana, luminoso y radiante, nos recibió como si de un Shangri-la se tratase.