viernes, 11 de octubre de 2013

texto

Texto inspirado en el poema “Cuando seas vieja”
(When you are old), de W.B.Yeats


Delante el fuego

Allí estabas, sentada delante del fuego, escuchando el crujido de los leños al partirse, mientras las llamas ascendían sinuosas y envolventes, y tu mirada se perdía en esa luz.
En la calle las farolas iluminaban las pequeñas callejuelas mientras caía mansamente la nieve, cubriéndolas de un incipiente manto blanco, como el color que también cubría desde hace años tu larga cabellera, recogida como de joven, en una pequeña trenza, dándote ese aspecto de diosa griega que siempre habías tenido. A tu lado, en una pequeña mesa de madera oscura se amontonaban cartas, postales, fotografías, recuerdos de un pasado lejano. En tus manos, tenias un pequeño diario que lentamente leías, mientras el fuego se reflejaba en tus ojos claros y tu mirada se perdía en los recuerdos.
En aquellas páginas veías a una mujer joven que un día había decidido romper con la rutina de una vida demasiado cómoda, y que ansiaba descubrir  aprehender el mundo que la rodeaba. Que un buen día cogió una bicicleta y decidió ser una nómada, una errante sobre dos ruedas; en las alforjas colocaste las pocas cosas que de verdad necesitabas, entre ellas las más importantes: ilusiones, anhelos, esperanzas y el alma abierta de par en par. Por un momento, cerraste el diario para mirar las llamas y, allí, ante el fuego de los recuerdos, volviste a ver aquel día en que te despediste de familia y amigos.
Y, ante ti, se abrió un mundo desconocido del que tú querías formar parte. Deseabas aprender, conocer, amar, vivir. El viaje te llevó por caminos inimaginables, conociste costumbre, ritos, religiones, saberes; amabas la libertad que te daba el hecho de levantarte cada día en un lugar nuevo. Empezabas a darte cuenta de lo hermoso que era ir donde tu instinto te llevará, aunque para ello tuvieras que pedalear, pero eso no te molestaba porque eras tú, con tus músculos, con tu cuerpo la que se desplazaba al ritmo que tú querías. La soledad no te molestaba, porque quizá tampoco era totalmente absoluta, y en el camino siempre había alguien con el que compartir un poco de tiempo.
Aprendiste del viento, de la lluvia, de los bosques, del olor de las hojas verdes y de las hojas secas. Pedaleando supiste de sueños, de ambiciones, de alegrías, pero también de miedos, de tristezas y de desesperanzas. Así poco a poco, a tu alma fue llegando un poso de sabiduría y de serenidad.
En la mesa, tenías varias fotografías de los diferentes lugares por los que habías pasado, cada una de ellas te contaba una historia diferente; mirabas la de aquella calle, en una ciudad de la India y te llegaban perfumes, voces, gritos, luces, sonidos; cogías la de  aquella mujer con su hijo en la espalda y te llegaban sonrisas y colores llamativos; veías la de aquel lago, color esmeralda y te venían sonidos del bosque y vuelos de aves poderosas; mirabas la de aquel enorme animal al lado de tu bicicleta y pensabas en su mirada bonachona y sabia. Mas cogiste una, que te sumergió en la tristeza, en tus ojos se dejaba vislumbrar cierta nostalgia por aquel hombre que estaba contigo, junto a una pequeña cabaña de madera; aquel hombre que como tú, amaba el aire libre, el viento en el rostro, los olores del bosque al amanecer y las luces de las montañas; la nieve, el mar, el cielo y la tierra. Ese nómada con el que fuiste a lugares en los que la música la ponían vuestras risas y vuestros susurros, con el que compartiste tus silencios y tu soledad; aquel ser que te llevó hacía horizontes abiertos, tan abiertos como vuestros corazones errantes, juntos atravesasteis bosques, desiertos, selvas; pedaleabais sin destino, sabiendo, quizá, que el destino ya estaba en la mirada de uno hacía el otro.
Aquel que te dio miradas, besos, risas, abrazos, y buenas luces. Aquel nómada que arraigo en tu corazón nómada.
Ahora a tus oídos llegaba el eco de su voz, y en tu rostro se iba deslizando lentamente una lágrima, por aquel, que amó en ti tu alma peregrina y también amo las penas que nublaron algunas veces tu rostro.

La nieve seguía cayendo suavemente sobre las pequeñas callejuelas, mientras, al calor del fuego, recostada en el sofá, con una fotografía entre las manos y tu vida pasando por tus ojos, recordabas como un día aquel amor se fue, partiendo, como el aire, leve, etéreo, hacía lugares en los que tú no podías acompañarle, escondiéndose, quizá, detrás de alguna estrella. 

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