El ejecutivo
La estación estaba llena de gente, iban de aquí para allá
creando una sensación como de hormigueo o de panal de abejas, todo el mundo de
un lado para otro, unos buscando a alguien, otros la mayoría, yendo rápidamente
al anden por el cual salía su tren, cargados con sus bultos, sus maletas y
demás enseres. La verdad es que no era de extrañar siendo el día que era. Miré
en el panel de información la vía por la que salía mi tren. Me dirigí a la vía
10 por la cual salía el Regional con destino a la ciudad de León; subí a mi
vagón y me senté en el asiento que correspondía a la cifra que indicaba mi
billete, el número 124, saqué el ordenador portátil y me dispuse a leer con
tranquilidad las noticias acaecidas en el mundo. Lo siento, todavía no he dicho
que era un ejecutivo de una empresa, con una sede en León y con una muy buena
proyección en el mercado internacional y me dirigía a solventar “in situ”
algunas gestiones en nuestra sede de León. Iba a intentar cerrar un contrato
con una firma sueca que venía a instalarse allí y que con nuestra colaboración
daría, un, si cabe, mayor impulso al negocio en el que estábamos embarcados. Una
asociación que venía bien a ambas partes.
Pero, la verdad, no estaba cómodo, me sentía como vacío
realizando este trabajo, no sé, me faltaba algo, pero no sabía qué.
Faltaba poco para salir cuando de repente unas voces me
rompieron la concentración de la lectura. Unas cinco personas entraron con seis
bicicletas por la puerta que tenía enfrente de mí – y que daba a un espacio
diáfano – todas las bicis llevaban alforjas, unas en su parte trasera y
delantera, otras sólo en la parte trasera. Me sorprendió que fueran cinco y
llevaran seis bicicletas, ¡¡bueno!!, me dije, se encontraran con alguien en
otro sitio o alguien se ha quedado en el hall de la estación comprando algo. Se
movían con rapidez, había uno que debía ser el que tenía más experiencia en el
tema, que daba indicaciones de cómo tenían que quitar los bultos para que las
seis bicis se pudieran apilar en una parte del espacio ubicado para ellas, y
así tener más hueco para poder estar más cómodos dentro del vagón.
Me quedé observándoles, - ya rota la concentración de la
lectura – y pude comprobar que eran tres chicos y dos chicas, tenían los
rostros curtidos por el sol y por el aire, y se les veía alegres y distendidos
en sus maneras de comportarse. De repente el tren se movió, por fin nos íbamos.
Todavía seguían colocando sus equipajes los ciclistas cuando la puerta que daba
a la cabina del maquinista se abrió y salió el interventor pidiendo los
billetes, les dijo a los ciclistas que adonde se dirigían y que si podían
hicieran el favor de colocar mejor las bicicletas para que no obstaculizaran el
paso. Ellos retocaron un poco las posiciones de las bicis y se acoplaron en los
asientos que había. El interventor ni se fijo en que el número de personas no
coincidía con el número de bicicletas, y siguió su rutina habitual de verificar
los billetes a los demás pasajeros del tren.
Llevaríamos una hora de viaje más o menos cuando cansado de
trabajar con tablas y balances, levanté la vista del portátil y me fijé en los
ciclistas, eran cuando menos peculiares, nada parecido a los que veía
normalmente por las carreteras o por esos carriles bicis los domingos por la
mañana, todos ellos enfundados en sus maillots o culottes. Uno de ellos, el que
más cercano se encontraba de mí estaba leyendo un pequeño libro, su rostro
estaba concentrado en la lectura; una de las chicas, se quitaba de vez en
cuando unas minúsculas gafas, reflexionando y se ponía a escribir algo en un
pequeño cuaderno, color sepia y con aspecto de muy usado. Los otros chicos
estaban jugando al scrabble en un tablero minúsculo, de estos pequeños, en los
que las fichas están imantadas por debajo. Y la chica del fondo miraba ensimismada
el paisaje que discurría detrás de los cristales del tren. Me quedé
observándola detenidamente, tenía una presencia como de diosa griega, melena
recogida en una pequeña trenza por detrás y un semblante sereno y distante, que
la hacían distinguida y altiva, de sus ojos claros se desprendía una luz limpia
y bella, me pregunté en donde estaría en este momento, en qué o en quien
estaría pensando o, quizá, simplemente miraba al horizonte infinito, que se
divisaba desde el tren en ese momento. No lo sé, pero me quedé tan embelesado
contemplándola que me vi montado sobre una bicicleta y percibiendo el paisaje,
los días y la vida de otra manera. Me vi surcando desfiladeros, en los que la
luz del sol apenas entraba y por los que corría un río de aguas transparentes y
cristalinas, me vi rodeado de árboles, en un bosque impenetrable, me vi
despertándome al amanecer de un nuevo día en un valle lleno de color y de luces
cuasi mágicas.
…………….
El tren llegó a León y en el asiento 124 alguien dejó un
ordenador portátil, una corbata y una chaqueta; por la carretera camino de la
reserva nacional de Mampodre se deslizaban seis bicicletas y seis viajeros,
pedaleando sin prisas, la luz del sol bañaba sus rostros y la armonía les
acompañaba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario