viernes, 25 de octubre de 2013

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El ejecutivo

La estación estaba llena de gente, iban de aquí para allá creando una sensación como de hormigueo o de panal de abejas, todo el mundo de un lado para otro, unos buscando a alguien, otros la mayoría, yendo rápidamente al anden por el cual salía su tren, cargados con sus bultos, sus maletas y demás enseres. La verdad es que no era de extrañar siendo el día que era. Miré en el panel de información la vía por la que salía mi tren. Me dirigí a la vía 10 por la cual salía el Regional con destino a la ciudad de León; subí a mi vagón y me senté en el asiento que correspondía a la cifra que indicaba mi billete, el número 124, saqué el ordenador portátil y me dispuse a leer con tranquilidad las noticias acaecidas en el mundo. Lo siento, todavía no he dicho que era un ejecutivo de una empresa, con una sede en León y con una muy buena proyección en el mercado internacional y me dirigía a solventar “in situ” algunas gestiones en nuestra sede de León. Iba a intentar cerrar un contrato con una firma sueca que venía a instalarse allí y que con nuestra colaboración daría, un, si cabe, mayor impulso al negocio en el que estábamos embarcados. Una asociación que venía bien a ambas partes.
Pero, la verdad, no estaba cómodo, me sentía como vacío realizando este trabajo, no sé, me faltaba algo, pero no sabía qué.
Faltaba poco para salir cuando de repente unas voces me rompieron la concentración de la lectura. Unas cinco personas entraron con seis bicicletas por la puerta que tenía enfrente de mí – y que daba a un espacio diáfano – todas las bicis llevaban alforjas, unas en su parte trasera y delantera, otras sólo en la parte trasera. Me sorprendió que fueran cinco y llevaran seis bicicletas, ¡¡bueno!!, me dije, se encontraran con alguien en otro sitio o alguien se ha quedado en el hall de la estación comprando algo. Se movían con rapidez, había uno que debía ser el que tenía más experiencia en el tema, que daba indicaciones de cómo tenían que quitar los bultos para que las seis bicis se pudieran apilar en una parte del espacio ubicado para ellas, y así tener más hueco para poder estar más cómodos dentro del vagón.
Me quedé observándoles, - ya rota la concentración de la lectura – y pude comprobar que eran tres chicos y dos chicas, tenían los rostros curtidos por el sol y por el aire, y se les veía alegres y distendidos en sus maneras de comportarse. De repente el tren se movió, por fin nos íbamos. Todavía seguían colocando sus equipajes los ciclistas cuando la puerta que daba a la cabina del maquinista se abrió y salió el interventor pidiendo los billetes, les dijo a los ciclistas que adonde se dirigían y que si podían hicieran el favor de colocar mejor las bicicletas para que no obstaculizaran el paso. Ellos retocaron un poco las posiciones de las bicis y se acoplaron en los asientos que había. El interventor ni se fijo en que el número de personas no coincidía con el número de bicicletas, y siguió su rutina habitual de verificar los billetes a los demás pasajeros del tren.
Llevaríamos una hora de viaje más o menos cuando cansado de trabajar con tablas y balances, levanté la vista del portátil y me fijé en los ciclistas, eran cuando menos peculiares, nada parecido a los que veía normalmente por las carreteras o por esos carriles bicis los domingos por la mañana, todos ellos enfundados en sus maillots o culottes. Uno de ellos, el que más cercano se encontraba de mí estaba leyendo un pequeño libro, su rostro estaba concentrado en la lectura; una de las chicas, se quitaba de vez en cuando unas minúsculas gafas, reflexionando y se ponía a escribir algo en un pequeño cuaderno, color sepia y con aspecto de muy usado. Los otros chicos estaban jugando al scrabble en un tablero minúsculo, de estos pequeños, en los que las fichas están imantadas por debajo. Y la chica del fondo miraba ensimismada el paisaje que discurría detrás de los cristales del tren. Me quedé observándola detenidamente, tenía una presencia como de diosa griega, melena recogida en una pequeña trenza por detrás y un semblante sereno y distante, que la hacían distinguida y altiva, de sus ojos claros se desprendía una luz limpia y bella, me pregunté en donde estaría en este momento, en qué o en quien estaría pensando o, quizá, simplemente miraba al horizonte infinito, que se divisaba desde el tren en ese momento. No lo sé, pero me quedé tan embelesado contemplándola que me vi montado sobre una bicicleta y percibiendo el paisaje, los días y la vida de otra manera. Me vi surcando desfiladeros, en los que la luz del sol apenas entraba y por los que corría un río de aguas transparentes y cristalinas, me vi rodeado de árboles, en un bosque impenetrable, me vi despertándome al amanecer de un nuevo día en un valle lleno de color y de luces cuasi mágicas.
…………….

El tren llegó a León y en el asiento 124 alguien dejó un ordenador portátil, una corbata y una chaqueta; por la carretera camino de la reserva nacional de Mampodre se deslizaban seis bicicletas y seis viajeros, pedaleando sin prisas, la luz del sol bañaba sus rostros y la armonía les acompañaba.



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