Llovía
Llovía, las pequeñas gotas de agua se deslizaban lentamente
por el cristal de la ventana,
y como un rítmico tic-tac de un reloj se dejaban oír en el
canalón creando una hipnótica atmósfera. Detrás de los cristales, dejándose
llevar por ese constante sonido, la mirada gastada de Cristóbal se perdía en la
nostalgia del pasado y, en un sueño lejano, inalcanzable; detrás de él, sentada
con una tela entre las manos, Soledad cosía, cercana a la lumbre del hogar………..
Apenas habían salido nunca del pueblo, salvo Cristóbal
cuando tuvo que hacer el servicio militar, que tuvo que bajar a la ciudad más
importante de la región. Ambos habían llevado una vida tranquila aquí en el
pueblo, se conocieron en las fiestas, un verano, y a partir de ahí toda la vida
sin separarse uno del otro. Cristóbal trabajando en el campo y Soledad cuidando
de la casa y de los niños. Alguna vez a Cristóbal se le pasaba por la cabeza
que no le había dado a Soledad alguna sorpresa, como por ejemplo, un viaje,
pero es que siempre habían tenido mucho trabajo en los campos, con la casa, con los niños, que les impedía hacer
esa escapada, pensada por Cristóbal, además carecían de coche y la verdad es
que a Cristóbal nunca se le había ocurrido tener uno, allí en el pueblo se
vivía bien sin esos trastos.
En todo esto pensaba, mientras miraba a través de los
cristales, como la lluvia caía mansamente mojando los prados, ahora, de un
verde más intenso que de costumbre; el campo estaba bonito así, mojado y desde
la ventana se podía apreciar el centenario bosque de castaños que ya empezaban
a colorearse, tomando esos colores calidos que tanto les gustaban a ambos,
cuando la lluvia diera descanso y llegaran días en los que los rayos de sol
calentaran la tierra y los campos, irían al bosque a coger castañas para
después comérselas al calor de la leña. Lo que más le gustaba a Soledad no era
el hecho mismo de ir a por castañas, sino andar, sentir, oler el bosque húmedo
y como la hojarasca se enredaba bajo sus zapatos de madera, con ese sonido tan
particular. Ella siempre encontraba un pequeño hueco en las labores diarias
para salir a dar pequeños paseos por él, ahora eran cada vez más cortos, porque
las piernas no eran las de antes y porque ahora iba con Cristóbal y de vez en
cuando se paraban a contemplarlo callados, silenciosos, escuchando los
infinitos cantos de los pájaros del bosque, al lado del arroyo que bajaba de la
montaña, una montaña que presidía el valle como si fuera una poderosa ave
rapaz, abriendo sus extraordinarias alas y abrazando el valle, al pueblo y al
bosque.
La tarde transcurría en paz; en el horizonte, el cielo
grisáceo empezaba a dejar ver pequeños claros de color azul, que empezaban a
dejar entrar incipientes rayos de sol que iluminaban el bosque, creando
pequeñas volutas de vapor, que ascendían al cielo, creando una sensación de
pequeños incendios entre los centenarios castaños. Poco a poco los rayos del
sol fueron invadiendo el valle y la luz empezaba a llenarlo todo, cuando
Cristóbal vio venir a lo lejos, por la carretera dos siluetas, un poco más
tarde percibió con más claridad que se trataba de dos personas, dos ciclistas
que iban cubiertos con chubasqueros y cargados de alforjas. Apenas se les
podían ver los rostros pues los cubría una capucha. Se pararon justo debajo de
la ventana donde Cristóbal les observaba.
Despacio, bajaron de sus bicicletas y se empezaron a quitar
los chubasqueros, entonces Cristóbal advirtió que eran una mujer y un hombre,
pero cual no sería su sorpresa cuando los dos ciclistas levantaron sus rostros
hacía donde él estaba: eran él, Cristóbal y Soledad quienes estaban allí,
riéndose, mirándole, con las caras empapadas por la lluvia, pero felices, al
lado de unas voluminosas bicicletas…………….
Llovía, y las gotas caían repetidamente en el canalón,
creando una hipnótica atmósfera. Detrás de los cristales Cristóbal se perdía en
un sueño y Soledad le acompañaba.
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