martes, 22 de octubre de 2013

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Llovía

Llovía, las pequeñas gotas de agua se deslizaban lentamente por el cristal de la ventana,
y como un rítmico tic-tac de un reloj se dejaban oír en el canalón creando una hipnótica atmósfera. Detrás de los cristales, dejándose llevar por ese constante sonido, la mirada gastada de Cristóbal se perdía en la nostalgia del pasado y, en un sueño lejano, inalcanzable; detrás de él, sentada con una tela entre las manos, Soledad cosía, cercana a la lumbre del hogar………..
Apenas habían salido nunca del pueblo, salvo Cristóbal cuando tuvo que hacer el servicio militar, que tuvo que bajar a la ciudad más importante de la región. Ambos habían llevado una vida tranquila aquí en el pueblo, se conocieron en las fiestas, un verano, y a partir de ahí toda la vida sin separarse uno del otro. Cristóbal trabajando en el campo y Soledad cuidando de la casa y de los niños. Alguna vez a Cristóbal se le pasaba por la cabeza que no le había dado a Soledad alguna sorpresa, como por ejemplo, un viaje, pero es que siempre habían tenido mucho trabajo en los campos, con  la casa, con los niños, que les impedía hacer esa escapada, pensada por Cristóbal, además carecían de coche y la verdad es que a Cristóbal nunca se le había ocurrido tener uno, allí en el pueblo se vivía bien sin esos trastos.
En todo esto pensaba, mientras miraba a través de los cristales, como la lluvia caía mansamente mojando los prados, ahora, de un verde más intenso que de costumbre; el campo estaba bonito así, mojado y desde la ventana se podía apreciar el centenario bosque de castaños que ya empezaban a colorearse, tomando esos colores calidos que tanto les gustaban a ambos, cuando la lluvia diera descanso y llegaran días en los que los rayos de sol calentaran la tierra y los campos, irían al bosque a coger castañas para después comérselas al calor de la leña. Lo que más le gustaba a Soledad no era el hecho mismo de ir a por castañas, sino andar, sentir, oler el bosque húmedo y como la hojarasca se enredaba bajo sus zapatos de madera, con ese sonido tan particular. Ella siempre encontraba un pequeño hueco en las labores diarias para salir a dar pequeños paseos por él, ahora eran cada vez más cortos, porque las piernas no eran las de antes y porque ahora iba con Cristóbal y de vez en cuando se paraban a contemplarlo callados, silenciosos, escuchando los infinitos cantos de los pájaros del bosque, al lado del arroyo que bajaba de la montaña, una montaña que presidía el valle como si fuera una poderosa ave rapaz, abriendo sus extraordinarias alas y abrazando el valle, al pueblo y al bosque.
La tarde transcurría en paz; en el horizonte, el cielo grisáceo empezaba a dejar ver pequeños claros de color azul, que empezaban a dejar entrar incipientes rayos de sol que iluminaban el bosque, creando pequeñas volutas de vapor, que ascendían al cielo, creando una sensación de pequeños incendios entre los centenarios castaños. Poco a poco los rayos del sol fueron invadiendo el valle y la luz empezaba a llenarlo todo, cuando Cristóbal vio venir a lo lejos, por la carretera dos siluetas, un poco más tarde percibió con más claridad que se trataba de dos personas, dos ciclistas que iban cubiertos con chubasqueros y cargados de alforjas. Apenas se les podían ver los rostros pues los cubría una capucha. Se pararon justo debajo de la ventana donde Cristóbal les observaba.
Despacio, bajaron de sus bicicletas y se empezaron a quitar los chubasqueros, entonces Cristóbal advirtió que eran una mujer y un hombre, pero cual no sería su sorpresa cuando los dos ciclistas levantaron sus rostros hacía donde él estaba: eran él, Cristóbal y Soledad quienes estaban allí, riéndose, mirándole, con las caras empapadas por la lluvia, pero felices, al lado de unas voluminosas bicicletas…………….

Llovía, y las gotas caían repetidamente en el canalón, creando una hipnótica atmósfera. Detrás de los cristales Cristóbal se perdía en un sueño y Soledad le acompañaba.

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